sábado, septiembre 30, 2006

IRMA Y MAGDALENA

Uno de los primeros recuerdos que tengo de mi infancia es de hierba y papel de plata.

Vivía en el piso de guarda de una empresa en un polígono industrial. A lo largo de toda la calle trabajaban las putas. Aunque la mayoría aparecían mediada la tarde, había algunas que comenzaban su jornada por la mañana. Al final de la calle había un puticlub.

La empresa en la que trabajaba mi padre, donde vivíamos, tenía un césped a lo largo de todo el muro, y a mí me parecía curioso la cantidad enorme de trozos de papel de plata que siempre lo cubría. Eran los años ochenta, la época dura de la heroína.

Cada dos semanas, mi padre tenía que cortar la hierba. Yo aprovechaba aquella tarde como la única en la que podía sacar mi bici; mis padres no me dejaban cogerla solo, porque el polígono era siempre una locura de coches y camiones. Así que mientras mi padre ejercía de jardinero, yo paseaba con mi bici por la acera, que se alargaba unos pocos metros hasta que era interrumpida por una calle perpendicular que hacía de frontera. Aunque era poca distancia, yo estaba contento de pedalear mi bicicleta, que llevaba ruedecillas porque era aún muy pequeño.

A veces alguna puta estaba en esa acera currando. Yo las miraba entre desconcertado y curioso. Algunas me saludaban amablemente -recuerdo a una que le faltaban algunos dientes-. Otras le preguntaban a mi padre por mi, y él respondía mirándome preocupado. Otras se alejaban al verme llegar, no sé si por pudor o verguenza. Las miraba andar, ver los coches que se paraban e iniciaban conversación con ellas... Pero a mí lo que me importaba era que podía coger mi bici, y eso me llenaba de orgullo.


Si te levantabas en medio de la noche para beber agua, mear o leer a escondidas y te asomabas por la ventana, podías ver a los chulos y sus coches -recuerdo un seat ibiza negro que aparcaba justo delante de los portones de la fábrica-.

Podían verse luces de mecheros dentro de los autos.

En varias ocasiones tuvo mi padre que asomarse a la ventana y decirle a algún chulo que dejara de gritar y pegarle a su puta -el del seat ibiza tenía tres-.

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Pero los años pasan para las putas, para mí, para todos. Y las cosas se han puesto peor. Ahora las calles del polígono están ocupadas por extranjeras sin papeles, la mayoría de ellas atrapadas por las mafias. Y con los puticlubs ocurre lo mismo.

Habra quien piense que la prostitución es un oficio como otro cualquiera, y que hay mujeres que la ejercen porque sí. Completamente de acuerdo. Pero hay que ser muy hipócrita o muy gilipollas para pensar que la polaca, la jamaicana o la jinetera -puta cubana, para quien no entienda- que te la chupan y te follan en quince minutos por veinte o treinta euros lo hacen porque han escogido democráticamente -palabra políticamente correcta de nuestra época, me encanta- su oficio, y se abren de piernas por amor al arte, esperando que vayas para darles placer, oh, cariño, sigue.

Aquella que decide ser puta porque sí, o se anuncia en contactos de periódicos y revistas o trabaja en casas de citas, no está enseñando las tetas a las cuatro de la mañana de una madrugada de noviembre en la calle de un polígono que huele a mierda vestida con un tanga, botas y medias de rejilla, mientras se acerca de vez en cuando a la hoguera que han hecho dentro de un bidón. Ni tampoco en un burdel asqueroso y hortera metiéndole mano a la clientela, mientras le piden que beban para que, así, el camarero de la barra les apunte las copas y pillar una comisión, además de la parte correspondiente por el polvo.

Me dirán que qué pasa con toda la literatura que hay sobre ese mundo. Joder. Una cosa es el territorio de la imaginación, la ficción, donde todo vale con tal de contar cosas interesantes. Pero la vida no es Irma la dulce, ni una canción de Sabina, ni un libro de J. G. Ballard, pardiez. Además todos estos tíos han sido lúcidos con el mundo del que hablaban, porque sabían que en esos ambientes se escondía la clave de lo que somos como especie, como sociedad, como humanidad: unos mierdas que se aprovechan de la necesidad de otros y donde el dinero es lo fundamental. Y ahí va una frase de Sabina: siempre las he querido, las he respetado, les he pagado el doble de lo que pedían y la inmensa mayoría de las veces no me las he tirado. No por respeto, sino porque yo sé que tampoco son vocacionales.